La herida profunda cuento reflexivo 2/6/14


La herida profunda


Voy por un camino rodeado de edificios en ruinas, lo que queda de lo que posiblemente fui un bonito barrio de periferia. Nunca he estado aquí antes.
Al final de la calle, casi tocando el horizonte con las orejas, hay un caballo. Sus ojos atraviesan todo el camino como un disparo teledirigido y me traspasan. Sucumbo. Tiene miel en la mirada y las crines embadurnadas de tinta china. En una de sus patas una herida sangrienta y asquerosa rompe con la estética de toda esa belleza amazónica; nunca estamos tan seguros de haber rozado la perfección como cuando un hecho desagradable nos recuerda que la hemos perdido para siempre.
He visto antes orejas así de afiladas, pelos igual de salvajes y miradas aún más intensas y rutilantes. También he observado numerosas heridas, pero ninguna tan honda, tan asquerosamente profunda: llega a reflejarse en sus ojos. Me acerco. Voy a ayudarte, le digo. Cuando mis dedos rozan el encarnizado hueco, algo sucede. Un frío repentino se apodera de mis manos y aferrándose a mis brazos va recorriendo todos mis músculos. Entonces la veo. Me enfrento a su luz y a su altivez. Y el recuerdo me tumba de bruces contra el suelo.
Se llamaba Forastera. Había nacido muy lejos y recorrido cientos de kilómetros hasta llegar a la casa. No habían hecho falta presentaciones, enseguida se unió a la tropilla, aunque en su andar se notaba su extranjería.
Cuando llegó, yo tenía seis años. Seis pequeñísimos años en los que creía que ya lo sabía todo. Apareció para rebotar todas sus mis certezas, firmes como la de cualquier niñita de seis años, que ya ha vivido lo suficiente. Ella, con los ojos más negros que había visto en mi vida, evidenció mi estupidez y la de todos los que me rodeaban. Siempre había sentido afinidad por los caballos pero cuando nuestras miradas se encontraron supe que hasta entonces no había sabido nada de esos animales; incluso no sabía nada del amor.
Los humanos se apoderan de la vida salvaje y la vuelven necesariamente propia; convierten a seres que han nacido libres en objetos o propiedades. Entonces no lo veía así, y me parecía fantástico que ella hubiera llegado para que yo pudiera montarla. Ahora recuerdo esos ojos y los míos se inundan.
Vuelvo. El desconocido caballo de crines negras sigue aquí. No hay rastros de la herida. Simplemente, ha desaparecido. Pero la memoria, no. El recuerdo ha vuelto para instalarse, y me obliga a revivir las imágenes de mi huida atropellada; ése día en el que tuve que irme para salvarme (y no pude salvarla). En este instante entiendo más a esa yegüita, tan extranjera, ahora que yo también lo soy. Y aunque mi mente intente olvidar el pasado, los sueños vendrán para rememorar aquéllo que habita en lo más profundo de mi ser; en ese espacio donde Forastera galopa libre y foránea.

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