El hogar de la tortuga



El hogar de la tortuga



La habían arrebatado de su hábitat. Traído en una caja de manzanas desde Río Negro hasta Buenos Aires. Durante días, teniendo por casa ese mínimo habitáculo de cartón, había viajado con ellos los miles de kilómetros que separaban ambas provincias. Cuando llegaron, estaba sucia y muerta de miedo.

Era una tortuga adulta, de una incierta edad y una parsimonia que me dejó asombrada. Su piel era áspera como una lija y su cabeza estaba adornada con dos ojos negros y puntiagudos. La habían arrancado de su tierra para llevarla a una región mucho más húmeda y llena de gatos. Y ninguna tortuga.

Se acostumbró rápidamente a la vida familiar. A esconderse en su casita para evitar que los gatos la molestaran, a deambular sin horarios por el inmenso parque y a comer alguna que otra planta que no estaba incluida en el menú. Pero un día, desapareció. Revolvimos los rincones más insólitos del jardín en su búsqueda. Nada. Se había marchado, posiblemente para siempre.

Una tarde, cuando regresábamos del colegio, observamos una sombra oscura que se deslizaba por el camino. El mediodía de noviembre golpeaba nuestras pieles con violencia, pero no impedía que aquella cosa transitara sobre la arena hirviendo en busca quién sabe de qué. Lo más apropiado que se nos ocurrió fue recogerla y llevarla de regreso a la casa. A nuestro hogar, que no terminábamos de entender que no era el suyo. Como si se tratara de una posesión, así decidíamos sobre la vida de ese animalito frío, pero tan vivo como cualquiera de nosotros. Y, de nuevo, tuvo que acostumbrarse a las costumbres familiares.



Con el final del verano y la llegada de los climas más huraños, la tortuga volvió a desaparecer. También la encontramos, esta vez un poco más lejos que en la primera ocasión. Nuevamente la llevamos al hogar, ignorando cuestiones de hibernación y otros asuntos, algunos propios de su especie y otros, de su individualidad. Así se sucedieron un par de nuevas y frustradas evasiones. Seguíamos sin comprender nada. En nuestros corazones de sangre caliente no se cruzó en ningún momento la mera posibilidad de que, dentro de ese pétreo caparazón, hubiera una vida independiente abogando por su verdadera libertad.

Y continuó yéndose. Como lo hace el sol cada tarde, sin miedo a nuestras réplicas o deseos de retenerlo. Así tenía que ser. Ella lo sabía. Y hubo una última huida, la definitiva que la alejó para siempre de nuestro hogar. Fue entonces cuando comprendí que no era el suyo. Cuando mis hermanos desistieron de continuar su búsqueda, una sensación de liviandad se apoderó de mi cuerpo.

Dicen que las tortugas siempre consiguen lo que pretenden, porque trabajan arduamente por ello. Sin prisa pero sin pausa, se enfocan en un objetivo y persisten en él; cuando todos los otros ya han abandonado la batalla. Solitarias, ajenas, incluso incomunicadas, logran vivir y sobrevivirse.

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