QUERER NO ES PODER Las múltiples caras de la adicción


QUERER NO ES PODER
No todas las adicciones son iguales. De hecho, existen importantes diferencias entre ellas. Las adicciones a sustancias químicas, por ejemplo, alteran el funcionamiento del cerebro, a diferencia de la mayoría de las demás adicciones. Sin embargo, consideramos de sumo valor identificar los puntos en común entre tipos de adicciones aparentemente distintos. Las adicciones pueden parecer muy diferentes en la superficie pero ser provocadas por las mismas causas profundas. Hemos decidido, por lo tanto, eludir el debate teórico actualmente en boga acerca de si ciertos tipos de conducta habitual constituyen verdaderas adicciones o si es más acertado clasificarlos como conductas no controladas.
Las múltiples caras de la adicción

No es ninguna novedad que hay una epidemia de consumo desenfrenado de drogas en los Estados Unidos. Pero mientras los políticos y la policía buscan en vano las formas de detener la marea, más y más personas están comenzando a darse cuenta de que nuestra avidez nacional por los productos químicos que alteran el estado de ánimo es sólo un aspecto de un problema nacional de mayor alcance: una epidemia de muchos tipos diferentes de conductas adictivas: no únicamente el uso indebido de drogas.
La cantidad de norteamericanos adictos a algo ha estado aumentando año tras año desde la década del 60. Unos 14 a 16 millones de compatriotas asisten actualmente a alguno del medio millón de grupos de autoayuda que han surgido por todo el país a fin de ayudar a quienes tienen uno u otro tipo de adicción, y se prevé que esa cifra habrá de duplicarse en los próximos tres años. Muchas de las «otras adicciones» —a la comida, al trabajo, al juego, a las compras, al sexo y hasta al ejercicio físico— parecen bastante inofensivas, y a veces hasta cómicas. Pero para una cantidad creciente de norteamericanos, la actividad en cuestión se ha convertido en un fin en sí mismo, que tiraniza y controla sus vidas, en lugar de enriquecerlas.
Los ejemplos son interminables: el comprador desenfrenado que no puede salir de una tienda sin haber comprado alguna cosa, ¡cualquier cosa! El jugador incontrolado que apuesta a los caballos (o a la bolsa) aún cuando esté atrasado en el pago de la hipoteca de su casa. El adicto sexual, que busca una relación fugaz tras otra a pesar del reguero de corazones rotos que va dejando, de las enfermedades venéreas y ahora hasta de la amenaza mortal del SIDA.
Lo que éstas y una infinidad de otras historias tienen en común es su carácter adictivo. Pese a las consecuencias negativas, el individuo se ve impulsado a reiterar su conducta, como si estuviera respondiendo a un mandato interior y no a una elección. El rasgo distintivo de la conducta adictiva es que para ponerla bajo control, la voluntad no es suficiente.

Brian está dominado por las tarjetas de crédito. Tiene treinta años, es soltero, realiza trabajos temporales como operador de procesadoras de palabras, y su verdadera adicción son los viajes. En general, utiliza sus tarjetas de crédito para comprar pasajes aéreos y viajar a lugares que ni siquiera le interesan. La cuestión, dice Brian, es mantenerse en marcha, no importa hacia adónde. Algunas veces simplemente toma un mapa, cierra los ojos, señala algún sitio con el dedo y luego compra un pasaje para ir allí.
Brian se inscribió en dos programas para «viajeros asiduos» ofrecidos por las compañías de líneas aéreas y acumuló 93.000 millas de vuelo en uno de ellos y 40.000 millas en el otro. Una vez viajó en avión a la ciudad de Kansas y regresó el mismo día tan sólo para hacerse acreedor a un descuento especial.
Si hay asientos vacantes en la primera clase, tiene derecho a pasarse a ella. Según Brian, volar es realmente «tocar el cielo con las manos».
Cuando está viajando en avión, Brian dice que se olvida de todas sus preocupaciones... temporalmente. Nadie puede darle alcance (incluyendo a sus acreedores) y eso le permite, literalmente, escapar de su vida. Lamentablemente, cada vez que aterriza, Brian se encuentra con más presiones que nunca de las cuales escapar. Lo que debe por sus tarjetas de crédito asciende ahora a un total de 28.000 dólares, mientras que sus ingresos anuales son de sólo 26.000 dólares. Incapaz de efectuar ni siquiera el más mínimo pago en algunas de sus tarjetas, Brian ha recibido varios requerimientos de los tribunales por falta de pago y su sueldo ha sido embargado.
Como le cancelaron todas, menos dos, de sus tarjetas de crédito (ésas las paga selectivamente), una vez llegó al extremo de cargar a cuenta un vuelo de ida y vuelta a cierto lugar tan sólo para «comer fuera de casa» en el avión (Brian es también un comilón incontrolado). Dice que sabía, mientras lo estaba haciendo, que «se había descontrolado», pero que se sintió impelido a hacerlo, de todos modos.
Hace poco, su hermana le prestó 3.000 dólares para cubrir sus deudas más urgentes, pero lo exhortó a que acudiera a Deudores Anónimos, un grupo de autoayuda para personas que tienen el problema de gastar y endeudarse en forma adictiva. Para sorpresa hasta de él mismo, Brian acudió a una reunión y de hecho le resultó provechosa. «Fue la primera vez que pude hablar sobre mis tarjetas de crédito y encontrar a alguien que supiera de qué se trataba, que pudiera entenderlo», explica. «Me sentí aceptado.»

Kim, una escritora de 28 años, nunca ha tenido una relación romántica que haya durado más de tres o cuatro meses. Siendo adolescente, sufrió un grave accidente automovilístico que le dejó algunas desagradables cicatrices en las piernas y una cojera leve pero permanente. Lo que es peor, le dejó cicatrices emocionales: Kim cree que no es atractiva para los hombres. Y en el intento de tratar de cerciorarse de que lo es, ha desarrollado una adicción sexual.
Kim procura en forma descontrolada ser deseada sexualmente, buscada y «consumida» por tantos hombres distintos como sea posible, y ha elaborado un ritual para lograrlo. Tres o cuatro noches por semana, se viste con elegancia, toma un trago en su casa, va a un bar en el centro de la ciudad, toma un par de tragos más, se pone a coquetear y «engancha» a un hombre... a uno distinto cada vez. Luego se lo lleva a su casa y tiene relaciones sexuales con él. Pocas veces lo vuelve a ver. De manera progresiva, también el alcohol y la cocaína han pasado a formar parte del ritual; tanto, que es muy posible que Kim ya haya atravesado la invisible frontera de esas adicciones físicas, también.
Hace poco, Kim se enteró de que uno de los hombres, un consumidor de drogas inyectables por vía intravenosa, tiene SIDA (ella nunca exigió el uso de preservativos ni de ninguna otra práctica de «seguridad sexual»). Aterrada de lo que podría descubrir, se ha sentido incapaz de hacerse un análisis para determinar si ha contraído el SIDA. También es incapaz de modificar su conducta. Kim sigue «enganchando» hombres, sigue bebiendo y consumiendo cocaína para adormecer sus sentimientos... y sigue sin emplear ninguna práctica de seguridad sexual. Para Kim, la experiencia del sexo es una «droga», y está dominada por ella.

Cuando Paul, ingeniero de treinta y cuatro años, heredó una módica suma de dinero el año pasado, decidió probar suerte en la bolsa de valores. La única vez que había invertido en acciones —cinco años antes— duplicó su dinero, de modo que ahora le pareció una cosa bastante conveniente.
Una vez más, Paul tuvo buena suerte. Invirtió casi todo su dinero en un terreno de alto riesgo —el de las opciones de compra— y dió en el blanco. Obtuvo colosales ganancias y quedó enviciado. Renunció a su empleo y ahora se pasa todo el día en su casa, mirando la Red Televisiva de Noticias Financieras (para lo cual se compró una antena parabólica) y corriendo una y otra vez entre el televisor y el teléfono. La mayor parte de los días, ni siquiera se toma el tiempo de ir a comer porque tiene miedo de perderse algún negocio importante. Negocia constantemente, todo el día y todos los días. A menos que haya cerrado tres o cuatro tratos comerciales por día, no está contento.
Los estados de ánimo de Paul, de hecho, están ligados al indicador automático de las cotizaciones de la bolsa. Si las acciones en las que ha invertido están en alza, se alboroza; si están en baja, se muestra abatido. En cualquier caso, al final del día queda rendido por los altibajos emocionales que ha experimentado.
La relación con su esposa Jeanne, actualmente embarazada por primera vez, también ha resultado afectada. Ella no entiende nada de acciones y valores, y puesto que eso es lo único en lo que piensa Paul, y de lo único que desea hablar en estos días, ya no parece haber mucho en común entre ambos. Se está convirtiendo en un «elemento de división», dice Paul.
Tanto más divisor, sin duda, debido a los efectos financieros que ha tenido su actividad de jugar a la bolsa sobre la pareja. A estas alturas, la buena suerte de Paul se ha agotado. Perdió todas sus ganancias iniciales y la mayor parte de la herencia con la que empezó... pero no se detiene. Sigue invirtiendo más dinero, en la convicción de que podrá recuperarlo. Ahora siente que debe jugar a la bolsa independientemente de que gane o pierda. «Me hace olvidar mi realidad presente», dice. Y a eso es a lo que está apostando ahora.

Marcia, de cuarenta años y administradora de una universidad, vive en un próspero barrio residencial de California. Estuvo casada durante cinco años con un profesor alcohólico que conoció en la universidad, se separó recientemente de él y dice estar contenta de haberlo hecho, aunque eso le implique tener que criar ella sola a su hijo de dos años. Pero Marcia tiene su propia forma de luchar con las tensiones que hay en su vida: comiendo.
Después de acostar a su hijo por la noche, Marcia se lleva enormes cantidades de comida —tortas, helado, emparedados, caramelos y rosquillas— a su dormitorio y las devora de una sentada (o mejor dicho, según aclara, reclinada). Después se siente «drogada» y se duerme profundamente. Si se despierta durante la noche, engulle un poco más y luego se vuelve a dormir. Algunas veces, al día siguiente de una comilona toma un laxante... hasta treinta píldoras el mismo día.
Como Marcia pesa cerca de 140 kilos, sus amigos y compañeros de trabajo a menudo comentan que debe tener un «problema glandular», puesto que nunca la ven comer de más. No se dan cuenta de que come en secreto —como la mayoría de los comilones incontrolados—, donde nadie pueda interferir con su «orgía». En el trabajo, Marcia a veces roba comida de la cocina de su sección, no porque no pueda pagarse sus propios alimentos, sino porque esa comida está allí y ella no puede resistir la tentación de comerla. Vive temiendo ser descubierta y sufrir una humillación.
Todo esto está afectando físicamente a Marcia. Tiene dolores en los pies y en los omóplatos por su exceso de peso. Si hace ejercicios, le duelen las articulaciones, y se queda sin aliento cada vez con mayor frecuencia. También sufre de colitis desde hace seis meses.
Marcia ha probado con todos los regímenes para adelgazar que se encuentran el el mercado, ha rebajado «montones» de kilos y los ha recobrado todos. Dice que se empeña en «tratar de comer normalmente», pero no lo puede conseguir. «La comida es un consuelo demasiado grande», admite. Hace poco, Marcia se incorporó a Comilones Anónimos y dice que por primera vez siente que existe una verdadera esperanza para ella.

TODOS SOMOS VULNERABLES

Lo más llamativo —y cada vez más típico— de estas historias reales es que pocas de ellas presentan el estereotipo que en otros tiempos teníamos formado del adicto. El adicto era algún sujeto extraño a nosotros, era ese pobre infeliz, un marginado, el producto de una educación marcada por la pobreza o alguien que sin lugar a dudas estaba mentalmente trastornado. El adicto no era una persona como yo, no era alguien que, en líneas generales, se comportaba «normalmente» en la sociedad. No, el adicto no era yo... ni mi hermano, mi padre o mi madre, mi cónyuge, mi vecino o mi hijo.
Pero ya no podemos mantener esta postura de negación respecto de quién es vulnerable a la adicción. Esta epidemia de conductas incontroladas no se está dando únicamente en los barrios bajos de las grandes ciudades, ni entre los pobres, los iletrados o los miembros de una raza en particular. Se está dando en todos los pequeños pueblos y grandes ciudades de los Estados Unidos; de igual forma tras las puertas de enormes mansiones, de residencias rodeadas de jardines y de modestos apartamentos; tanto entre personas muy instruidas como entre quienes apenas han completado la escolaridad elemental; entre individuos de todas las razas y todas las clases sociales. No tenemos que buscar más allá de nuestra propia ciudad natal, de la calle en que vivimos, y a menudo incluso de nuestra propia familia para encontrar casos de adicción, junto con el dolor que ésta provoca en las vidas de las personas.
De hecho, la personalidad adictiva existe a lo largo de una línea contínua. Como todos hemos crecido en una sociedad adictiva en medio de condiciones que, como veremos, engendran una vulnerabilidad a la adicción, la mayoría de nosotros nos situamos en algún punto de esa línea contínua. Somos vulnerables en distintos grados según cómo somos en nuestro interior... no según dónde vivimos, cuánto dinero ganamos o de qué color es nuestra piel. Algunos de estos factores pueden influir en que nos convirtamos en adictos, pero no son determinantes en nuestra adicción.
Existen, sí, diferencias entre las «diversas facetas» de nuestras adicciones: en los modos en que se expresa la enfermedad. Algunas adicciones son sin duda más visiblemente destructivas que otras. Pocos discutirían, por ejemplo, que la adicción a la cocaína tiene ramificaciones más graves que el vicio de trabajar demasiado, o que el adicto sexual que comete abusos sexuales con los niños es más destructivo y peligroso que el comprador incontrolado. Las diferencias —en cuanto a su gravedad y sus efectos— entre las distintas adicciones son considerables.
Pero cuando nos permitimos tomar en serio incluso las adicciones «no graves», como las de trabajar demasiado, jugar a la bolsa, comprar cosas o hacer ejercicios físicos, nos encontramos con personas que no sólo están dejando de concretar todo su potencial sino que también están sufriendo muchísimo. Pero como su droga es socialmente aceptable, hay pocas presiones que los inciten a buscar ayuda.

Consideremos ahora algunas de las muchas expresiones de la conducta adictiva que prevalecen en nuestra sociedad actual.
LAS MÚLTIPLES FACETAS DE LA ADICCIÓN

Pocos discutirían que Estados Unidos se está convirtiendo rápidamente en una nación de consumidores adictivos de drogas, en un pueblo «proclive a las sustancias químicas», si se quiere. Los norteamericanos consumimos más del 60% de la producción mundial de drogas ilícitas: más que ninguna otra nación. Los últimos cálculos indican que unos seis millones de norteamericanos consumen regularmente cocaína, la droga callejera con el mayor potencial adictivo. Y la cantidad de consumidores de la forma más potente y adictiva de la cocaína —el crack— continúa aumentando.
Luego están las drogas legales. Hemos estado ciegos respecto de las consecuencias negativas de estas drogas, en especial de las dos que son nuestras favoritas: el alcohol y la nicotina. Sin embargo, entre ambas, ocasionan la muerte de unos 450.000 compatriotas cada año (frente a aproximadamente 6.000 muertes provocadas por las drogas ilegales). Y no nos olvidemos de los 5 a 10 millones de norteamericanos que abusan de ciertos medicamentos tales como tranquilizantes, analgésicos y somníferos.
Pero como la adicción es cualquier conducta contraproducente que una persona no puede detener pese a sus consecuencias adversas, el término puede aplicarse con precisión a casi cualquier conducta que satisfaga ese criterio. Se calcula que entre 40 y 80 millones de norteamericanos, por ejemplo, son comilones adictivos, lo que les provoca un sinnúmero de problemas de salud, desde obesidad, diabetes e hipertensión, hasta afecciones cardíacas, infartos y trastornos digestivos. (Entre el 5 y el 15 % de las personas con problemas alimentarios adictivos de hecho mueren por causa de estos efectos colaterales.) Como muchos de ellos emprenden una interminable serie de regímenes para adelgazar, en un intento en gran medida inútil por «controlar» la adicción, se ha originado una industria multimillonaria en torno a la cuestión de rebajar de peso.
Para los adictos al sexo, la relación sexual es la droga utilizada en una eterna búsqueda de alivio, distracción, consuelo, emociones y la sensación de poder, u otro efecto que poco tiene que ver con el sexo en sí.
En un extremo de la escala están los que se sienten impelidos a pasar de un contacto sexual a otro, pese a la constante insatisfacción que esto les produce (y ahora hasta a la amenaza mortal del SIDA), los que seducen de forma incontrolada (el complejo de Don Juan), buscan prostitutas (o se prostituyen ellos mismos), o se masturban en forma desenfrenada. Otros, con adicciones sexuales más graves, incurren en conductas tales como el exhibicionismo o el voyeurismo. Y en ese otro extremo se encuentran los que buscan dominar y ejercer poder sobre otros a través de actos de violencia tales como la violación y el abuso sexual.
Nadie sabe a ciencia cierta cuántos adictos sexuales hay, pero el hecho de que las denuncias de abusos sexuales se han multiplicado vertiginosamente (de 6.000 en 1976 a 200.000 en 1988) nos indica que existen muchísimos, incluso en ese extemo de la escala. Unos 60 millones de norteamericanos —la cuarta parte de la población total— son objeto de abusos sexuales antes de los 18 años. Lo más trágico es que muchas de las vícitmas de los adictos sexuales adquieren a su vez adicciones sexuales u otras perpetuando así el ciclo en nuestra sociedad.
No existen estadísticas referentes a cuántos norteamericanos mantienen relaciones adictivas, en las cuales la relación es utilizada (como una droga) para evadir ciertos sentimientos y para poner en juego cuestiones relativas al poder y al control, entre otras; pero a juzgar por el éxito de ventas de Las Mujeres que Aman Demasiado, el libro de Robin Norwood sobre el tema, y por la rápida proliferación de grupos de autoayuda centrados en este problema, debe haber muchos.
Lo típico es que el adicto a la relación se aferre a un compañero que no puede brindarle muchas de las cualidades habituales en una relación (seguridad, intimidad, constancia) debido a que él mismo es adicto a algo, o le tiene fobia a la intimidad, o está casado o es inaccesible por algún otro motivo. Los adictos a la relación (también denominados «codependientes» por su tendencia a hacerse adictos a personas que a su vez tienen alguna adicción) pueden malgastar años, y hasta décadas, tratando de extraer agua de un pozo reseco. Muchos de ellos son objeto de un maltrato emocional, físico o sexual en el proceso.
«Amar demasiado», sin embargo, no es el rótulo exacto para caracterizar el problema de las adicciones a la relación. La verdad es que los que padecen este trastorno son a su vez incapaces de amar plenamente, y mucho menos «demasiado». Mantenerse aferrados a un compañero que los maltrata o que por un motivo u otro es inaccesible, les evita tener que afrontar sus propios problemas con la intimidad y refuerza la creencia esencial de que «yo no soy bastante».
Hay muchos más jugadores adictivos en estos tiempos de lo que la mayoría de nosotros piensa —unos 12 millones, para ser precisos—, y otros 50 millones de personas, tales como cónyuges e hijos, se ven afectadas por la adicción a apostar de algún individuo. Y estas cifras ni siquiera incluyen a los que tienen como vicio el mercado bursátil, otra adicción en «crecimiento». Por lo general, las personas embelesadas con las acciones, opciones y valores hacen una negación aún mayor que otros jugadores, porque pueden justificarse diciendo que no están jugando, sino «invirtiendo».
Quienes tienen adicciones al juego se exponen a perder mucho más que dinero: el 38% se ve aquejado por problemas cardiovasculares debido a la tensión, y el índice de suicidios en este grupo es veinte veces mayor que el promedio nacional.
En tanto nuestras deudas por compras a crédito ascienden en espiral, las adicciones relacionadas con la práctica de gastar están siendo reconocidas, cada vez más, como un serio problema. Colectivamente, adeudamos unos 650 mil millones de dólares por la adquisición de bienes de consumo: ¡el doble de nuestro pasivo nacional en 1981! En parte, esta adicción refleja nuestra creciente obsesión con el proceso mismo de comprar. Menos de la mitad de lo que compramos está destinado a reemplazar artículos gastados. Más que nada, lo que tratamos de «comprar» es algo que nos gratifique, que nos haga sentir mejor.
Para pagar estas deudas cada vez más elevadas, un total estimado de 12 millones de norteamericanos se han convertido en adictos al trabajo. Esta afección puede ser mucho más grave de lo que parece porque le quita a la persona su recurso más valioso: tiempo. A medida que más y más de nosotros recorremos largas distancias para llegar a nuestros empleos, trabajamos más horas por día y nos llevamos trabajo a casa por las noches, estamos perdiendo nuestra salud, nuestra vida familiar y nuestra alegría de vivir. La ética del trabajo se ha ido por la borda y nos estamos convirtiendo a toda velocidad en una nación de adictos al trabajo.
¿Qué recompensa brinda la adicción al trabajo? ¿Por qué incurrimos en ella? Hay dos razones principales: 1) para adquirir una sensación de competencia y poder en algún terreno, dado que nos sentimos crecientemente inadecuados, confundidos e inseguros en nuestras relaciones íntimas, y 2) para conseguir la infinidad de bienes de consumo que creeemos necesitar (aunque nunca estemos en casa como para disfrutarlos). Esta adicción probablemente sea la más difícil de identificar porque es activamente fomentada y galardonada en nuestra cultura. Resistirse a trabajar en exceso es como rehusar un trago en algunas fiestas: hay que estar dispuesto a ser el estrafalario del grupo.
La adicción a hacer ejercicios físicos parece bastante inofensiva, pero cuando alguien se ve «impelido» a meterse en este trajín —por encima de cualquier otra cosa en su vida—, también puede costar cara. Los adictos a correr suelen lastimarse, y sus relaciones personales, así como su rendimiento laboral, pueden resultar afectados por su interés absorbente en esa actividad. Lo que diferencia al sano ejercicio de su variedad incontrolada es que —como en el caso de la adicción al trabajo— el proceso de esforzarse (por lograr recorridos más largos, mejores tiempos, mayor elevación en el salto, o lo que sea) es lo que gratifica, de tal modo que en cuanto se alcanza una meta, ya hay que perseguir la siguiente. Al igual que otros adictos, los «fanáticos» del ejercicio físico nunca tienen bastante... porque no sienten que ellos sean bastante.
Debido al notorio hincapié en la apariencia personal que se hace en nuestra sociedad, no es de extrañar que millones de personas se preocupen de manera desmedida por su aspecto físico. Una triste caricatura de esta exagerada preocupación la constituye el 4 % de las mujeres norteamericanas que padecen anorexia (inanición autoprovocada) en algún momento de sus vidas. (Los índices correspondientes a los varones son inferiores pero están aumentando, en especial entre los homosexuales). Esta no es una simple coquetería inofensiva: la anorexia tiene uno de los índices de mortalidad más elevados —del 5 al 10 %— de todas las enfermedades psiquiátricas. Y la bulimia, un trastorno caracterizado por enormes comilonas seguidas de vómitos autoinducidos u otros métodos «purgantes», afecta aún a más personas, tal vez hasta el 8 % de la población.
También está el tropel cada mez más numeroso de esclavos del bisturí: los adictos a alterar su aspecto a través de consecutivas operaciones de cirugía estética. Estas personas utilizan las remodelaciones, los estiramientos y otros medios quirúrgicos del mismo modo en que un adicto hace uso de la droga: obtienen una sensación temporal de exaltación, pero nunca tienen bastante y así es que siguen sometiéndose a nuevas operaciones, con la esperanza de sentirse mejor.
Algunas conductas que habitualmente no son identificadas como adicciones pueden, de hecho, catalogarse de tales. Unos 10 a 11 millones de norteamericanos podrían considerarse adictos religiosos. A diferencia de otras personas con inclinaciones religosas o espirituales, los adictos a la religión utilizan las actividades de su iglesia o culto no tanto para crecer espiritualmente o expresar su devoción, sino como un modo de estructurar y controlar de forma esclavizadora sus vidas, muchas veces porque se sienten fuera de control si no lo hacen. Y al igual que cualquier adicción, la religión puede usarse para ejercer control sobre los demás, como pueden certificar muchos que han tenido algún adicto religioso en la familia.
Otra conducta que comúnmente no se considera una adicción pero que, en algunos casos, puede serlo, es la violencia compulsiva. Para un «adicto a la violencia», azotar a alguien —a un niño, al cónyuge, a un desconocido— es algo que le sirve para cambiar temporalmente de estado de ánimo a través de la descarga de tensiones internas. El agresor no tiene casi ningún control sobre su impulso, se siente profundamente culpable y avergonzado más tarde, pero inevitablemente reitera su conducta, pese a las consecuencias. La voluntad, al parecer, no es suficiente para detenerla.

VIVIR EN UNA SOCIEDAD ADICTIVA
NOS AFECTA A TODOS

Ninguno de nosotros es inmune a la actual epidemia de adicciones en los Estados Unidos. Aunque nosotros mismos no estemos dominados por apetencias perniciosas de alguna droga, comida o actividad, es probable que alguien que conocemos lo esté, dado que cada adicto afecta directamente a por lo menos otras diez personas, con las que interactúa regularmente.
Nada menos que el 41 % de los norteamericanos entrevistados en una reciente encuesta Gallup declaró haber sufrido ya daños físicos, psicológicos o sociales en el transcurso de su vida como consecuencia del alcoholismo de otra persona. Este perocentaje es dos veces mayor que el correspondiente a 1974, y eso que no incluye a los afectados por adictos a otras drogas. Tampoco toma en cuenta la creciente cantidad de bebés afectados en el útero por las drogas y de niños con padres demasiado absorbidos por su drogadicción —cualquiera sea ésta— como para criarlos de forma adecuada.
Pero aunque no conozcamos personalmente a ningún adicto grave, igualmente somos víctimas de la epidemia por el solo hecho de vivir en una sociedad con tantas personas fuera de control. Cada vez podemos contar menos con que los integrantes del sector laboral, por ejemplo, se ocupen más en su trabajo que en su adicción. (Las tres cuartas partes de los consumidores de cocaína que llamaron a un servicio de asistencia telefónica al cocainómano admitieron que utilizaban la droga en horas de trabajo, y una cuarta parte de ellos lo hacía a diario). Algunos adictos estarán enseñando a nuestros hijos, arreglando nuestros automóviles, dirigiendo nuestro gobierno y realizando otras tareas de cuya correcta ejecución dependemos.
Vivir en una sociedad de adictos también significa vivir entre personas que de forma creciente son incapaces de entablar o mantener relaciones estrechas. Cuando se crece en una familia proclive a la adicción, cosa que les está sucediendo a más y más compatriotas, a menudo no se aprende a relacionarse íntimamente, y los que se convierten, a su vez, en adictos, se vuelven aún más incapaces de amar, honrar o proteger a nadie ni a nada que no sea su próxima incursión en el vicio, cualquiera sea éste.
A medida que aumenta el índice de adicción, también aumenta el riesgo para la seguridad de todo aquel —adicto o no— que sale de su casa cada mañana. La cantidad de delitos relacionados con la adicción se está elevando rápidamente, a tal punto que el Departamento de Justicia ha dado a conocer la sombría predicción de que tres de cada cuatro hogares serán objeto de robos en los próximos viente años y que el 83 % de quienes hoy tienen doce años de edad será víctima de algún delito, o intento de delito violento.
Nuestra seguridad cotidiana también se ve amenazada por la presencia de conductores de trenes, aviones, autocares, y automóviles que son drogadictos. En un choque fatal de trenes ocurrido el año pasado, por dar un ejemplo, se comprobó que los cinco empleados ferroviarios implicados tenían rastros de drogas ilícitas en la sangre. Y en 1986 casi 24.000 compatriotas murieron en accidentes automovilísticos provocados por el abuso de alcohol.
Nuestra epidemia de adicción también tiene otras ramificaciones más ocultas, aunque de vasto alcance: unos 200 mil millones de dólares se escurren de nuestra economía cada año como resultado de la pérdida de productividad del trabajo, la atención médica relacionada con las adicciones y la actividad delictiva. Y la cantidad de dinero gastado directamente en la adquisición de drogas es apabullante (150 mil millones por año sólo en cocaína). Esta epidemia puede poner en peligro incluso nuestra defensa nacional, pues se piensa que hay un importante índice de consumo de drogas y alcohol entre quines ingresan en nuestras fuerzas armadas.
Al igual que el adicto individual, nosotros, como sociedad adicta, estamos perdiendo cada vez más el control. Y como nuestras apetencias colectivas tienen consecuencias tan extendidas, será necesario encarar este problema antes de que podamos comenzar a progresar nuevamente. Porque así como el alcohólico a menudo no puede resolver sus problemas de deudas, de trabajo y de relación sin antes estar sobrio, tampoco podremos, como nación, superar satisfactoriamente nuestros demás problemas internos hasta tanto no se inviertan las tendencias que en nuestra cultura fomentan la adicción.
Pero así como el adicto individual puede recuperarse, también hay esperanzas para nuestra sociedad adicta. Como veremos, el problema no radica sólo en las drogas por sí mismas (o las tarjetas de crédito, o la comida o el sexo) sino en nuestro apetito insaciable de elementos que sirvan para alterar el estado de ánimo. Es por eso que la así llamada guerra contra las drogas no está dando resultado; porque no aborda el «mal-estar» generalizado, la mentalidad del arreglo rápido que nos hace, a tantos de nosotros, vulnerables a la adicción. Podemos mejorar —tanto individual como colectivamente— pero únicamente después de que hayamos admitido que estamos enfermos.


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